En nuestro país, Chile, cuando el sistema político exhibe sus grietas, los mismos incumbentes suelen desplegarse con una creatividad febril para proponer reformas que, en rigor, no buscan transformar la casa común, sino sostener a como dé lugar el edificio que todavía los alberga. Desde el término del sistema binominal hasta las sucesivas reformas de partidos, lo que hemos presenciado es una larga cadena de ajustes cosméticos que jamás han logrado convencer del todo. Y ahora, como si hubieran descubierto de pronto la pólvora, la clase política chilena parece caer en cuenta de que la fragmentación parlamentaria no es solo una estadística incómoda, sino una amenaza real para la gobernabilidad.