Es imposible combatir algo que no se comprende. Este principio básico, útil en casi todas las esferas de la vida, resulta ajeno a gran parte de la tradición liberal, ya sea de izquierdas o de derechas. Quienes defendemos las instituciones democráticas, el Estado de derecho, la limitación de todos los poderes y un arbitrio sensato y prudente de la opinión pública solemos lamentar el avance de los populismos como un agente patógeno y extraño a nuestra propia tradición. La pléyade de intelectuales que nos alerta sobre el deterioro de nuestras democracias suele construir argumentos eficaces para criticar al adversario, pero rara vez asume la cuota de responsabilidad que le corresponde al propio sistema en crisis.