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‘El Kremlin de azúcar’: colas para el pan, niños que aprenden chino en Moscú y otras formas de subversión literaria

Hay cigarrillos Patria y mecheros, aunque son de láser, tabernas en las que se bebe vod­ka y cerveza Zhigulevskoe y una plaza Roja; hay campos de trabajos forzados, grafitis contra el Gobierno en los pasillos y oficinistas que arrancan delaciones a los detenidos. Todo lo demás es distinto, pero solo ligeramente. En la Rusia de El Kremlin de azúcar el año es 2028, hay robots que sirven bebidas y proyectan hologramas, hay algo parecido a internet y muchas telenovelas, hay largas colas para comprar pan y alcohol, y los niños aprenden chino en los colegios. El Kremlin fue pintado de blanco hace algún tiempo y en él habita un Soberano que restituyó el orden feudal y construye una “Gran Muralla Rusa”; incidentalmente, también habita en él la Soberana, quien, según dicen, se unta todas las noches una pomada azul que la transforma en zorra y luego corre a la perrera del Kremlin para entregarse a los perros. Una o dos cosas terribles le sucedieron al país, en el pasado. Una “Disidencia Roja” que dio paso a una “Disidencia Blanca” cuyas causas y protagonistas nadie recuerda con precisión; ahora, los enemigos de Rusia son “los hipócritas católicos, los desvergonzados protestantes, los delirantes budistas, los rabiosos musulmanes y hasta los pobres ateos y los satánicos que se contonean en las plazas al ritmo de su maldita música, los drogatas pasmados, los insaciables sodomitas, que se soban los culos en la oscuridad, los monstruosos transformistas, que cambian su apariencia, la que Dios les dio”.

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El Kremlin de azúcar 

Vladímir Sorokin  
Traducción de Jorge Ferrer Díaz
Acantilado, 2025.
240 páginas. 20 euros

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